martes, 17 de noviembre de 2009

No es anual.



Cuando caminando por la calle, de noche, me calan de pronto los huesos de las manos y mi cara se entumece de frío, se me adormece también la memoria e invariablemente me acuerdo de ti y de los tiempos en que tus sábanas eran el portal a una dimensión cálida, en la que el sexo era ese recoveco de nuestros pechos donde podíamos recargar nuestras cabezas. Era un mundo incomprensible en el que el miedo se reducía a esa sensación de que la noche se acaba y en donde tu perfume era tuyo y de nadie más. Nunca una cama fue tan cómoda, nunca un sueño tan apacible, nunca mi peso tan ligero, nunca el invierno tan frío, nunca unos brazos tan cálidos y nunca una compañía nocturna tan natural. Creo que hay episodios en la memoria de todos en que, repentinamente, los sentidos se alteran y, al volver a la normalidad, un universo entero se desvanece para no volver a experimentarse jamás. Es como ese mundo primigenio y lleno de luz del que, según los filósofos, fuimos despojados. Lo olvidamos, alcanzando a distinguirlo desde las sombras. A veces algún estímulo nos lleva de vuelta, inesperadamente, a ese mundo que creíamos perdido y sufrimos, porque recordar es reiterar el término. A mí me pasa cuando caminando por la calle, de noche, me calan de pronto los huesos de las manos y mi cara se entumece de frío. Contaminaste con tu recuerdo el invierno. Era mi momento favorito del año. Ahora, por desgracia, mi momento favorito no es anual. Está atrapado en los confines del tiempo.

viernes, 14 de agosto de 2009

Geografía regional, prosopografía personal y Proust probando pervertidas magdalenas.

Estío es una palabra demasiado romántica para hablar del estado del tiempo de los últimos días, de la constante tortura, de las calles sucias atiborradas de moléculas de vapor caliente que se te pegan al cuerpo y se condensan abochornando, atrapando, sofocando, impidiendo el paso. Verano es, sin duda, una demasiado festiva. Lo de hoy es lo yermo, lo infecundo, lo que por más bríos no acaba de florecer, languidece. Es tierra de antiguas civilizaciones mecas que, acaso, por miedo a fenecer estáticos, pegados a la tierra, apabullados, se forjaron un destino bárbaro, de romántico escape, de nunca volver a pisar la misma tierra, nunca respirar el mismo aire caliente. Me he pasado los últimos días tratando de acelerar el paso, de hacerle honor a un paisaje que se apercibe lleno de vida: energía encapsulada detrás de una ventana, pero que al salir se descubre tan potente que asfixia, supera las capacidades biológicas más básicas. Inspirador, tentador y engañoso como el sentirse repentinamente enamorado y lanzarse al vacío para descubrir que la imaginación no te sostiene y que la gravedad no perdona. Once I had a love and it was a gas, / soon turned out to be a pain in the ass.


Qué te ancla a tu tierra, qué te hace pertenecer, qué te hace permanecer allí. Qué te ancla a cualquier-cosa, qué te hace pertenecer, qué te hace permanecer allí. A veces descubro mis facciones en algún reflejo. Las voy desmenuzando y recuerdo esa vieja nota de periódico que cuelga en la sala de mis abuelos, perdida en Guadalupe, el antiguo barrio pobre de Guadalupe, forjándose el seno familiar para cuatro, para cinco personas. La nota, de principios del siglo pasado, ilustra uno de esos sucesos notables de la región que, a la luz de la modernidad, pasan a ser muy poco notables. Se trata de mi bisabuelo que, moderadamente exitoso en sus negocios en la Villa del Carmen—tan exitoso como se podía ser en una región olvidada del país que aún no estaba cerca de una repentina explosión industrial— pasaba a recibir un cargo público. En su fotografía reconozco mis propias facciones, rasgos peregrinos, europeos, grupos de hombres blancos atrapados en una región que ni su propio país recordaba, en donde ninguna sombra protegía la fragilidad de su piel. Quizás ellos, como yo, tampoco sabían cuál era la casualidad ancestral que los había llevado a cruzar el Atlántico. La labor, las acequias, casas chaparras de muros gruesos, sin puertas divisorias para no atrapar el calor, vidas con un sino forjado. O quizás ni siquiera sabían que se encontraban en el rincón más recóndito del mundo. El viejo oeste atrapado en el este. Sin oro, sin gloria.


A veces me fumo un cigarro con mi abuelo paterno, el hijo de ese alcalde interino de principios del s. XX que ahora cuenta las horas para irse a dormir y revivir la satisfacción de salir cada mañana, a las seis en punto, a ejercer el oficio casi incomprensible de ‘mensajero’ para las oficinas de una multinacional a las orillas de la ciudad, donde ya es difícil distinguir el municipio, en una ciudad que es, a la vez, varias. Fumar es quizás lo único que nos separa, en convivencia, del resto. El olor a Raleigh tuvo que ser sustituido, por un imperioso llamado de atención de la salud, por olor a Marlboro blancos, pan de dulce y café con leche sorprendentemente más caliente que la temperatura del ambiente. A veces me doy cuenta que tengo más de mi abuelo que lo que a veces imagino. Mientras fumamos mi mirada se distrae con esa línea que a veces superpone su cuello ‘v’ y que funge como flagrante evidencia de que su piel no es en realidad morena, un tatuaje del tiempo y el trabajo. Me recuerda a cuando me descubro a mi mismo con el desconocido pudor de desnudarme frente a alguien con miedo a que devele los tres colores que dominan mi espalda: Uno casi rojizo, que se extiende por la parte superior hasta mi cuello y me hace príncipe de esta tierra, terra ignota para algunos de esos desnudos espectadores (hombres, por supuesto.) Ese no se puede esconder, es víctima de cada día. El siguiente es el mío, un blanco casi transparente que a veces deja ver incluso mis venas y abarca todo el resto de mi espalda, la parte central. Ese soy todo yo. El tercero y último es moreno y se asoma por encima de una de mis caderas y se abalanza hasta cubrir una parte de mi pierna y otra más de un glúteo. Es una marca de nacimiento que es también una copia fiel, según atestiguan algunos miembros de la familia, de una en la cadera de otro bisabuelo. Era el suegro, precisamente, del abuelo con quien me acompaño a fumar en las reuniones familiares cuando el tedio es ya insufrible.

Hoy fui otra vez a esa conferencia sobre pintura virreinal a la que llevo yendo todo el mes. En el auditorio, el peso del calor de todo el día relajó mis membranas y, a pesar de todos mis intentos de combate, sucumbí en un profundo sueño. De no ser porque estaba acompañado por otras dos personas que atestiguaron lo contrario, sospecharía que en algún momento de la conferencia di un vergonzoso ronquido o, peor aún, que lancé uno de mis famosos insultos oníricos (no por ser de una naturaleza semántica fuera de este mundo, sino por pronunciarse, físicamente, durante estados fuera de la vigilia). De Español y d’India, Mestiza. De Español y Mestiza, Castiza. De Español y Castiza, Español. De Español y Negra, Mulata. De Español y Mulata, Morisca. Más de un siglo de vidas con la sangre y el destino tatuados en la piel, hasta en los registros, y yo ahí con un mundo abierto y una sensación de caída abismal. La caída dio un vuelco al final de la conferencia. Poco podría decir que en algún momento se deja de caer.


Después de un par de cervezas y de una cena que agotó mis capacidades gástricas llegué a mi casa alrededor de la media noche para toparme con mi madre regando el jardín. Me miró con cara de travesura y me dijo algo como: “Tu papá está de viaje, así que puedo ir a comprar la despensa a la hora que sea. ¿Me acompañas?”. Mi mente viajó de inmediato a los años en que con curiosidad infantil revisaba los cajones de mis padres, específicamente a aquel día en que me topé con un cuaderno de notas de mi madre que, al abrirlo en una página al azar, me reveló una de las líneas más tristes que he leído: “Odio hacer el súper. Lo odio más porque tengo que hacerlo sola.” Con las piernas ya cansadas y humor desganado fingí una sonrisa y dije que sí. Algunos no podemos soportar tanta tristeza.

Ya en el súper hice todo lo que pude para amenizar la situación. Traté de ser tan elocuente y tan gracioso como para hacer de la misión de llenar la casa de suministros y pasearse por un Wall-Mart a la media noche un paseo casual. Entre el pasillo de los congelados y el de las pastas y cereales me topé con una epifanía de lo más desagradable o, por lo menos, desencantadora. Me topé con un par de hombres haciendo el súper juntos. Ambos cumplían con las mismas características: estaban en sus veintitantos, tenían una estatura media y aproximadamente el mismo fenotipo. Durante un breve instante dominó una sensación que, como al probar un antiguo sabor u oler un aroma que se escondía en la memoria, era para mí de una nostalgia peculiar. Proust probando pervertidas magdalenas.


Sucedió más de una vez, –con diez o quince centímetros menos de estatura y más o menos diez años menor,– que estando en una situación similar, acompañando a mi mami a tal o cual compromiso, siendo casi un niño y a la vez casi un adolescente –not a girl not yet a woman, como decía Britney Spears en una época que quedó para toda una generación popular atrás el día que decidió bailar semidesnuda, entaconada y con una pitón colgándole del cuello a los ojos de un público tecno-globalizado–. Estando en ese vulnerable estado infantil tenía ya muy buena percepción para descubrir la sexualidad de las parejas de hombres. Era, quizás más, la creciente curiosidad por la sexualidad propia que me encontraba constantemente tratando de rastrear en alguien más. Pero no era solo una necesidad de verse reflejado, era también una actividad de perversión exploratoria. En el descubrimiento de la sexualidad de los otros, encarnados en una pareja de vida sexual oculta, se escondía mi propio placer voyeurista: había descubierto su secreto, ahora lo sabía. Penetrar en la cama ajena desde la oscura mente de un niño. De pronto me encontraba en el mismo escenario. Por un breve instante, en un aliento, dominó esa misma sensación, ese arquear mi ojo y sentir que había penetrado a un territorio infranqueable. Para mi total desilusión, el placer no duró y fue sustituido por el más profundo desencanto. De pronto uno de ellos volteó para ver al otro e hizo un comentario que no me preocupé en escuchar. El otro soltó una risotada y al avanzar su mano acarició casi imperceptiblemente la de su compañero. Yo estaba sufriendo la tristeza de los más genuinos celos.

Justo hace un par de semanas lo estaba discutiendo con un amigo. Él me decía: “Cuando era joven y empecé a establecer relaciones me dedicaba sólo a sufrir. Después de poco aprendí a disfrutarlas.” Inevitablemente descubrí que, en mi caso, a pesar de que poco puedo decir que haya dejado de ser joven, sucedía todo lo contrario. En mis primeras relaciones dominaba una curiosidad animal, un querer romper la ropa del compañero y descubrir su cuerpo, estimular placeres desconocidos, saciar unas ganas de romper con todo lo pío, con todo lo moral, con todo lo mesurado y lo prudente. Ahora es todo distinto. Esas ganas feroces han sido sepultadas por necesidades incomprensibles, por las melancolías cotidianas, por le remembranzas de proyectos fracasados, por música y lugares que ahora tienen un significado y viajan como en oleaje para dejarme atónito, en estado de perturbación, deseando más. Se trata de un vacío que es vacío en todos los sentidos. Un vacío tan vacío que ya no es físico, tan vacío que no está, no se encuentra, no se reconoce a si mismo, no está delimitado por paredes de hueso y carne, no se sabe llenar.

Y si me pregunto qué me ancla a mi tierra, qué me hace pertenecer, qué me hace permanecer allí, quizás es porque no había notado las coincidencias. Tal vez mi vida es también lo yermo, lo infecundo, lo que por más bríos no acaba de florecer y languidece.

-Maribel, ¿para qué llevas cuatro cajas distintitas de barras de fibra?
-Para no aburrirme.
-¿Pues qué no son ya por si mismas todas aburridas?

martes, 28 de abril de 2009

It's the end of the world as we know it.




Why does the sun go on shining?
Why does the sea rush to shore?
Don't they know it's the end of the world
'cause you don't love me anymore?





Iniciaré con una frase apocalíptica: No estoy seguro del número de personas que, al contagio con la inminente pandemia, han muerto en mi ciudad. Después puedo suavizar un poco: Según entiendo, la cantidad es verdaderamente ridícula. Para finalmente ir directo al verdadero asunto: Me informo casi porque no sé qué otra cosa hacer para no pensar, para no recordar los pocos buenos tiempos y mitigar el dolor. No es genuino interés, no es miedo a la muerte, no es unirme a la psicosis colectiva, es un profundo hastío, son estos ojos llorosos, ésta nariz irritada sintomática de un estado de vulnerabilidad en el que, puedo presumir, jamás me había encontrado. El amor finalmente es una enfermedad según lo dicta la sabiduría medieval, sobre todo cuando no es completamente correspondido. Frío y calor, fuego y hielo, verano e invierno. Con tanto cambio de clima, ¿a quién no le da fiebre? Existe, acaso, sólo un caso reportado de muerte, unos veinte casos de infección confirmada y otros tantos que aún no son del todo seguros a causa del virus en Monterrey y fácilmente podría decir que las medidas de contingencia son por demás exageradas... pero no sé. Quizás algunos de nosotros tenemos mucho que aprender sobre precipitadas medidas de protección.


Yo, al menos, me declaro culpable. La verdad es que nunca he aprendido a prevenir, a cuidarme. Quizás porque nunca me había, como ahora, infectado de pies a cabeza. Intenté usar un tapabocas para ir a comprar provisiones al supermercado y no basta saber que salí con sendas bolsas de helado, pan dulce y refrescos, sino cómo quemé mi tapabocas intentando encender un cigarro en el estacionamiento. Mi botecito de desinfectante para las manos, pagado por Rodrigo Medina con los pocos impuestos que he aportado al orden público se perdió para siempre y se fue, seguramente, a ese ignoto paraíso a donde van a dar todos los calcetines que abandonan a sus pares para nunca volver a aPARecer. El común denominador de toda esta diatriba sería, pues, que nunca he sido bueno previniendo. El futuro sufrimiento suena tan incierto que las necesidades que imperan le sobrepasan fácilmente. Benditas sean las agresivas campañas para prevenir la transmisión de las E.T.S.s u otra sería la historia de mis últimos exámenes.

Pero éste no fue el caso. Como siempre, esta vez, no pude prevenir el peligro. Miguel se fue y yo no estaba preparado a pesar de que todo lo anunciaba a gritos. —No entienden que la gente no cambia,— dijo él más de una vez mientras se dedicaba a criticar a algún tercero que, ahora, con la frialdad y el despecho que provoca el rechazo, puedo presumir que era una de sus actividades favoritas. Yo, incluso en el estado más profundo de embelesamiento no pude evitar notar la contradicción. El ahora breve y fracasado proyecto de estar juntos estaba básicamente fundado en la premisa de que las historias no se repiten, en el volver a empezar, en el borrón y cuenta nueva. Yo, enamorado pero no pendejo, fui lo suficiente como para reclamarle su imprecisión. ¿Cómo podía él, decir tal cosa? Su respuesta fue tan ambigua, tan sin sentido y tan desordenada como el discurso con el que dio fin a, aproximadamente, año y medio de —al menos para mí, que bien debo dejar de dar por sentado los sentimientos del otro— vaivenes del interés.



Del mencionado discurso tengo realmente poco que decir. Hubo desde las razones más comunes y prefabricadas como: Tú estás empezando tus veinte y yo estoy por llegar a mis treinta, y, Tú y yo somos similares en muchos sentidos pero también somos muy diferentes, hasta las más ambiguas y, debo decir, carentes de significado entre las que me siento obligado a resaltar, con el orgullo herido: Yo estoy buscando algo más allá de lo que puedo sentir y tocar. Sí, yo también me quedé con un gesto de desencajada confusión. Él, bueno, no es tonto, sabe que yo me dedico a descifrar lo que hay detrás, delante, sobre y entre las palabras. De lo anterior, hay pocas soluciones que me mantengan contento entre las cuales se encuentran un par que en realidad colocan la frase como encubridor eufemismo de 1) estoy dañado, mi relación anterior me obliga a pensar en el fracaso de todas las demás a largo plazo y no me permito avanzar con nadie o 2) yo tengo un plan de vida indefinido, pero estoy seguro que tener una pareja estorba en su concretización. Claro, también están las ridículas pero siempre posibles opciones de: 3) yo tengo poderes místicos que son difíciles de compartir y 4) estoy contigo sólo porque me gusta verte y tocarte pero yo estoy buscando algo más. No voy a negar que ésta última lectura fue la que primero vino a mi mente y me hizo sobresaltarme un poco y hacer un leve gesto de desagrado, pero seguro que no es aquella la que más me preocupa —vaya, que la preocupación ya está lejos de ser una verdadera sensación, como lo dije en su momento: una relación se construye con la premisa de que hay dos personas en un acuerdo y cuando sólo hay una, entonces la relación se acaba definitivamente— así que mejor llamémosle molestia: 5) la verdad es que cuando te veo, te toco y cuando hablamos, ya no salen chispas, así que mejor para qué intentarlo.

Habría que tomar en cuenta las circunstancias en las que se fundó ese estado en el que decidimos, él y yo, entrar hace aproximadamente mes y medio. Y es que, así a simple lectura, realmente suena perfectamente válida la razón última como para decir: oye…pensé que eras una persona, pero la verdad es que descubrí que eras una distinta y esa persona que, efectivamente, eres, no me produce lo que me producía la que yo, alucinadamente, pensaba que eras. Aplica perfectamente cuando conoces a alguien, comienzas a salir, las cosas se van prolongando y de pronto te ves metido en una relación con una persona que en realidad te construiste con un cierto desapego a la realidad. No aplica cuando conoces a alguien, sucede todo lo anterior y en el terror de las circunstancias y los avances comprometedores te alejas sin dar explicación, huyes y luego vuelves removiendo los sentimientos del otro con actitudes ambiguas, mixed signals y frases románticas como yo no te puedo ver como un amigo que no van, en ningún sentido, unidas a una acción consecuente. Cuando todo esto sucede y finalmente, con el trato prolongado, descubres que en esa persona está, verdaderamente, aquello que buscas y se lo haces saber, alzando la bandera de no volver a lastimarle jamás, para descubrir que sí tienes una oportunidad y esta persona te admite de vuelta…digamos que tienes una responsabilidad implícita. La responsabilidad implícita de no tirar todo por la borda a la primera insatisfacción, la de intentarlo, trabajarlo (como bien decía él), de no permitir que a la primera que no floten burbujas en el ambiente cuando estamos juntos, abandones la nave como quien se va de una fiesta que aún no llega a su apogeo.

Y es que, si no se trata, entonces, de una repentina insatisfacción crónica, —de esas que todos nosotros, los martirizados seres sobre analíticos, nos granjeamos— entonces, ¿a dónde diablos se van todas esas frases innecesarias, todas esas fáticas reiteraciones del interés, todos esos me encanta pasar tiempo contigo, todos esos me fascina nuestra relación porque…? Me lo pregunto porque tengo la mala fortuna de tener muy buena memoria y esta mañana sufrí la desafortunada casualidad de recordar, letra por letra, la ridícula dirección de su blog. En una aventurada maniobra masoquista leí su último texto y me encontré con la sorpresa de que el tipo no sabe escribir. Lo puedo decir ahora que el rechazo me ha cacheteado directo y me ha permitido reconocer detalles como que el pobre no tiene ni idea de qué es un acento diacrítico. Me encontré, además, con una glosa del incomprensible discurso de cambio de vida precedido por la pregunta: ¿Estamos preparados para escuchar la verdad? No sé qué epifanía será la que habrá inspirado esa frase, pero lo único que me deja a mí es una segunda pregunta: ¿Estamos preparados para decirla? Porque entre tanta inconsistencia, algo debió haberse convertido en un poco más acto que suceso.



De entre las tinieblas de la infección que me llevaron a no cambiarme de ropa desde el domingo hasta el miércoles, a consumir una cantidad desmedida de helado y a guarecer petrificado en mi cuarto despachando soberanamente megabytes y megabytes de sonidos lacrimógenos, me decidí, a falta de Tamiflu, a buscar formas alternativas de acabar con los síntomas y salir del deplorable estado en el que me encontraba. Así salí a cortarme el cabello entre panoramas espeluznantes de ejércitos con tapabocas, calles desiertas, locales con penetrante olor a Lysol y gente haciendo desenfrenadas compras del terror. Me hice de un par de cariños autoindulgentes y decidí que no había mejor momento para la liberación que el fin del mundo. Yo me quedo con la satisfacción de la cordura, la congruencia y la sinceridad, él que se busque una espada del augurio que le ayude en su travesía más allá de lo evidente. Yo, por mi parte, me puedo jactar de ver más allá todo el tiempo, como una actividad de análisis casi natural. Definitivamente no necesito un mes de lapso para digerir las situaciones y actuar en consecuencia. Por lo demás, para eso me tomé yo las decisiones correctas en la vida y me rodeo de las personas adecuadas, para no andar de pronto con la repentina insatisfacción de sentirse en una vida llena de frivolidades.

Que el fin del mundo llegó muy a tiempo y, si de eso se trataba, me quedo mejor con lo mío y basta de tratar de alimentar espíritus vacíos, muertos vivientes. Que en siete años, yo no quiero quedar así de dañado, uno hace peores cosas con su salud que malpasarse a la hora de alimentarse…y si algo no quiero yo de él, el peor de los males es acaso la gastritis. Hoy, además, con el ánimo reactivado, caminé la misma senda que le domingo atravesé entre sollozos, ahora para encontrarme con un curioso franco-polaco (cuyo mal español, espero, le impida llegar hasta esta parte del texto) que el apocalipsis trajo hacia mí y con quien me dispuse a disfrutar de los placeres de algo más que unas copas (if you know what I mean). Desde la Escuela de Praga hasta la influenza tipo A y los placeres carnales, un clavo saca otro clavo y, vaya, de qué manera. No me planeo casar con nadie pero hasta ahora me siento orgulloso del triunfal retorno del viejo, inestable y promiscuo yo, que al menos enarbola la bandera de la tranquilidad, esperando sin ansias el periodo de la reconstrucción, que por lo pronto el fin del mundo suena lo suficientemente halagador.

Y como dijo Borges, nadie confunda con lágrima o reproche, que yo me he cargado ya la tarea de escribir sobre lo que me pasa. Toda esta historia no viene a ser más que una cosa que me ha PASADO.

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Les dejo con un video que ilustra la referencia de mi epígrafe. Issa me hizo saber que doy por sentada la referencia que, muchas veces, no es del todo conocida. Ésta es de una canción de antología para corazones rotos y relaciones acabadas. Le cae como anillo al dedo a mi post y, como tenemos final feliz, les dejo con el video de la versión de los años sesenta cantada por Skeeter Davis que tiene unas facciones sospechosamente masculinas. La canción es de maravilla pero yo no puedo ver el video sin reírme. Para los curiosos, pueden consultar versiones como las de The Carpenters o Vonda Shepard.







miércoles, 8 de abril de 2009

Más de veinte minutos.


Cuando te enamoras locamente, en los primeros
momentos de pasión, estás tan lleno de vida que
la muerte no existe. Al amar eres eterno. Sucede
del mismo modo cuando te encuentras escribiendo.
Uno siempre escribe contra la muerte.

-Rosa Montero




Desde que en mi vida recuerdo tener lucidez —esa cierta lucidez a la que le debo la mayor parte de mis pequeños logros (y digo lucidez, que no inteligencia, en sincero honor a la verdad)— algo me había quedado, hasta ahora, muy claro: al menos, si algo tengo seguro (además de la lucidez que a veces me atrevo a presumir), es que el tiempo lo tengo a mi favor. Tengo veintiún años recién estrenados y es evidente que soy lo bastante joven como para sentir que tengo una vida por delante. Algo, sin embargo, parece estar desarticulándose. Ese sentir que me estoy adelantando a los acontecimientos, que la vida es un proyecto en el que llevo un paso adelante, parece irse esfumando, esparciéndose y cediendo ante el centrífugo clamor de ciertas necesidades trascendentales. No se trata solamente de esas nimiedades que, me doy cuenta, se me adelantan. La necesidad de dar un incipiente salto de independencia que no estoy seguro de saber dar. Todas esas cosas que no alcancé a hacer, a aprehender en una temprana juventud de la que voluntariamente me exilio. Por primera vez la idea de que el tiempo me pisa los talones de cara a una insatisfacción física, del estado de las cosas. No, se trata aquí de algo más atípico y a la vez, seguramente, más común al género humano.


Quizás a alguno de ustedes le haya pasado alguna vez, pero hace poco tiempo y en un momento perfectamente inesperado, mientras me estaba dando un baño, tuve la epifanía más desagradable: de pronto ver tu vida en perspectiva, como en una línea del tiempo en la que reconoces la tasa media de expectativa de vida, todas la historias de vivos que has seguido, estudiado, admirado, reproducido a través de páginas, de grabaciones, de fotografías, imágenes y videos, todos los que ya no están. La especulación de lo que te queda por vivir, el recuerdo de todo lo que has aprendido, el entorpecido desarrollo de habilidades motrices, sociales, intelectuales, la acumulación de memorias y, de pronto, la repentina posibilidad de tu desaparición, la futilidad de todo. Fue como estar finalmente consciente de la propia corporeidad, de mi carácter orgánico, de la fragilidad de los tejidos. Fue sentir la más profunda tristeza y, de pronto, las lágrimas. Como perder momentáneamente el sentido y, a la vez, en realidad, llegar al estado más alto de comprensión. El sentido es la falta de sentido. Es la cosa más rara estar consciente de que es tu cerebro, esa caja misteriosa, el que decide esos impulsos, esos breves, momentáneos estados, el que dicta cuándo llorar, cuándo estar triste, cuándo estar feliz. Es como si mi propio cerebro, un órgano, decidiera que yo debo de llorar porque acaba de reconocer la encrucijada de su función: ser un tiempo, para después desaparecer y no volver a existir jamás.


Ese terrible descubrimiento –que, por estúpido, más que descubrimiento fue, acaso, un trance momentáneo– me trajo también el reconocer lo ridículo de vivir la vida como si fuese un proyecto en el que hay que aventajar. Finalmente, lo único que he descubierto del concepto de proyecto, en todos los sentidos que pueda tener, es que el éxito se determina cuando se acaba y acabar es lo que se tiene en mente desde el minuto en que se empieza a trabajar en él. De los trances, después de todo, llegaron a ser recurrentes. En su momento fueron una constante tortura. Cualquier nombre de personaje, cualquier libro publicado por un autor ahora muerto me provocaba entrar en el estado. Me atacaba en medio de conversaciones, fumándome un cigarro en la parada del camión, a la mitad de una novela. Poco a poco, con el paso del tiempo y comprendiendo la irrevocabilidad de la problemática, fue sólo como un destapar los ojos, un profundo asentir frente a un tópico de la humanidad. La inevitable fugacidad de la vida, está en todos lados, ahora lo comprendo con todas mis membranas…




Hoy me encuentro en un lugar totalmente distinto. Es, también, un lugar conocido. El mes pasado leí un texto de género indefinible de Rosa Montero. Ella, como yo y, en su momento, también sufrió algo parecido a los trances que acabo de explicar —o quizás sólo se los estaba inventando, es difícil saber. Además de resucitar mis ganas de leer, de escribir y la pasión general por mi profesión, sea lo que sea que implique, el texto de Montero me iluminó en algo interesante y, a saber, profundamente verdadero: hay dos cosas que hacen olvidar de tajo la fugacidad de la vida, suspender el tiempo, eternizar el momento y esas son, sin jerarquía aparente, escribir y la extraña sensación de estar enamorado.


Hace una semana me encontré en un coche, sentado en el asiento del copiloto, él iba manejando a lo largo de una calle que dividía dos partes de un cementerio que, con el tiempo, se encontró rodeado de ésta ciudad que es varias ciudades a la vez. Desde arriba, éramos dos cuerpos vivos, tomados de la mano y, a los costados, sendos pedazos de tierra alimentados por los cuerpos putrefactos de los que algún día fueron, como nosotros. En el estéreo la canción más triste del mundo, mi canción más triste del mundo y, de pronto, la magia de la espontaneidad, el encanto de la ridiculez: ¿Quién más te canta ‘No surprises’ con besitos? Yo: El ataque más sincero de risa. No se reía sólo mi boca, me reía todo yo, cada tejido. No sé quién empezó a confundir la risa con la burla. Eros, cercado perfectamente por thanatos. Lo noté, el entorno, el cementerio, el camino, las manos, la risa, él, yo, pero no importaba. Sí, lo supe, yo estaré así, como en el cementerio, sin más ideas en la cabeza, pero no importaba. Tampoco importaba que nadie fuera testigo y que la sensación se perdiera, flotara, se disipara en el aire. Es otro tipo de trance, uno de completa satisfacción.


Hace poco más de un año, veinte minutos frente a la pantalla me habían traído el peor sabor de boca. No sólo la sensación de rechazo, sino una profunda insatisfacción de no haberme probado a mi mismo en un lugar en el que quería estar. No quiero ahondar en el asunto porque no es importante ahora, además de que no sabría muy bien cómo acomodar en palabras, cómo conceptualizar, además, todo lo que sucedió mientras tanto. No sólo todo lo que pasó a nivel anecdótico, sino todo lo que pasó por mi cabeza. Hoy me encuentro con la satisfacción de que el tiempo no pasa en vano y de que veinte minutos no son absolutamente nada comparado con el tiempo y el trabajo que cuesta construir, estar en sintonía, reconocer, explorar los detalles y encontrarte con el extraño descubrimiento de que, verdaderamente, quieres caminar en una dirección, quieres atravesar ese cementerio.


No es sencillo, porque ninguno de los dos lo somos ni pretendemos serlo y es en esa minucia en la que me doy cuenta del salto de ideales que he dado, quizás es eso lo que se supone que es madurar. Qué simple y volátil es tener el tiempo por delante, saberse capaz de hacer, de construir, en algún momento, todo lo que has soñado de ti mismo. El encanto, sin embargo, está probablemente en el tiempo transcurrido, en el efectivamente trabajar y ser. No tengo idea de cuánto vaya a durar, me encuentro ante territorio, para mí, perfectamente desconocido. Creo que, después de todo, le he dado demasiado valor al tiempo. Además, cuando alguien te canta la canción más triste con besitos, sabes que estás donde debes estar…