miércoles, 8 de abril de 2009

Más de veinte minutos.


Cuando te enamoras locamente, en los primeros
momentos de pasión, estás tan lleno de vida que
la muerte no existe. Al amar eres eterno. Sucede
del mismo modo cuando te encuentras escribiendo.
Uno siempre escribe contra la muerte.

-Rosa Montero




Desde que en mi vida recuerdo tener lucidez —esa cierta lucidez a la que le debo la mayor parte de mis pequeños logros (y digo lucidez, que no inteligencia, en sincero honor a la verdad)— algo me había quedado, hasta ahora, muy claro: al menos, si algo tengo seguro (además de la lucidez que a veces me atrevo a presumir), es que el tiempo lo tengo a mi favor. Tengo veintiún años recién estrenados y es evidente que soy lo bastante joven como para sentir que tengo una vida por delante. Algo, sin embargo, parece estar desarticulándose. Ese sentir que me estoy adelantando a los acontecimientos, que la vida es un proyecto en el que llevo un paso adelante, parece irse esfumando, esparciéndose y cediendo ante el centrífugo clamor de ciertas necesidades trascendentales. No se trata solamente de esas nimiedades que, me doy cuenta, se me adelantan. La necesidad de dar un incipiente salto de independencia que no estoy seguro de saber dar. Todas esas cosas que no alcancé a hacer, a aprehender en una temprana juventud de la que voluntariamente me exilio. Por primera vez la idea de que el tiempo me pisa los talones de cara a una insatisfacción física, del estado de las cosas. No, se trata aquí de algo más atípico y a la vez, seguramente, más común al género humano.


Quizás a alguno de ustedes le haya pasado alguna vez, pero hace poco tiempo y en un momento perfectamente inesperado, mientras me estaba dando un baño, tuve la epifanía más desagradable: de pronto ver tu vida en perspectiva, como en una línea del tiempo en la que reconoces la tasa media de expectativa de vida, todas la historias de vivos que has seguido, estudiado, admirado, reproducido a través de páginas, de grabaciones, de fotografías, imágenes y videos, todos los que ya no están. La especulación de lo que te queda por vivir, el recuerdo de todo lo que has aprendido, el entorpecido desarrollo de habilidades motrices, sociales, intelectuales, la acumulación de memorias y, de pronto, la repentina posibilidad de tu desaparición, la futilidad de todo. Fue como estar finalmente consciente de la propia corporeidad, de mi carácter orgánico, de la fragilidad de los tejidos. Fue sentir la más profunda tristeza y, de pronto, las lágrimas. Como perder momentáneamente el sentido y, a la vez, en realidad, llegar al estado más alto de comprensión. El sentido es la falta de sentido. Es la cosa más rara estar consciente de que es tu cerebro, esa caja misteriosa, el que decide esos impulsos, esos breves, momentáneos estados, el que dicta cuándo llorar, cuándo estar triste, cuándo estar feliz. Es como si mi propio cerebro, un órgano, decidiera que yo debo de llorar porque acaba de reconocer la encrucijada de su función: ser un tiempo, para después desaparecer y no volver a existir jamás.


Ese terrible descubrimiento –que, por estúpido, más que descubrimiento fue, acaso, un trance momentáneo– me trajo también el reconocer lo ridículo de vivir la vida como si fuese un proyecto en el que hay que aventajar. Finalmente, lo único que he descubierto del concepto de proyecto, en todos los sentidos que pueda tener, es que el éxito se determina cuando se acaba y acabar es lo que se tiene en mente desde el minuto en que se empieza a trabajar en él. De los trances, después de todo, llegaron a ser recurrentes. En su momento fueron una constante tortura. Cualquier nombre de personaje, cualquier libro publicado por un autor ahora muerto me provocaba entrar en el estado. Me atacaba en medio de conversaciones, fumándome un cigarro en la parada del camión, a la mitad de una novela. Poco a poco, con el paso del tiempo y comprendiendo la irrevocabilidad de la problemática, fue sólo como un destapar los ojos, un profundo asentir frente a un tópico de la humanidad. La inevitable fugacidad de la vida, está en todos lados, ahora lo comprendo con todas mis membranas…




Hoy me encuentro en un lugar totalmente distinto. Es, también, un lugar conocido. El mes pasado leí un texto de género indefinible de Rosa Montero. Ella, como yo y, en su momento, también sufrió algo parecido a los trances que acabo de explicar —o quizás sólo se los estaba inventando, es difícil saber. Además de resucitar mis ganas de leer, de escribir y la pasión general por mi profesión, sea lo que sea que implique, el texto de Montero me iluminó en algo interesante y, a saber, profundamente verdadero: hay dos cosas que hacen olvidar de tajo la fugacidad de la vida, suspender el tiempo, eternizar el momento y esas son, sin jerarquía aparente, escribir y la extraña sensación de estar enamorado.


Hace una semana me encontré en un coche, sentado en el asiento del copiloto, él iba manejando a lo largo de una calle que dividía dos partes de un cementerio que, con el tiempo, se encontró rodeado de ésta ciudad que es varias ciudades a la vez. Desde arriba, éramos dos cuerpos vivos, tomados de la mano y, a los costados, sendos pedazos de tierra alimentados por los cuerpos putrefactos de los que algún día fueron, como nosotros. En el estéreo la canción más triste del mundo, mi canción más triste del mundo y, de pronto, la magia de la espontaneidad, el encanto de la ridiculez: ¿Quién más te canta ‘No surprises’ con besitos? Yo: El ataque más sincero de risa. No se reía sólo mi boca, me reía todo yo, cada tejido. No sé quién empezó a confundir la risa con la burla. Eros, cercado perfectamente por thanatos. Lo noté, el entorno, el cementerio, el camino, las manos, la risa, él, yo, pero no importaba. Sí, lo supe, yo estaré así, como en el cementerio, sin más ideas en la cabeza, pero no importaba. Tampoco importaba que nadie fuera testigo y que la sensación se perdiera, flotara, se disipara en el aire. Es otro tipo de trance, uno de completa satisfacción.


Hace poco más de un año, veinte minutos frente a la pantalla me habían traído el peor sabor de boca. No sólo la sensación de rechazo, sino una profunda insatisfacción de no haberme probado a mi mismo en un lugar en el que quería estar. No quiero ahondar en el asunto porque no es importante ahora, además de que no sabría muy bien cómo acomodar en palabras, cómo conceptualizar, además, todo lo que sucedió mientras tanto. No sólo todo lo que pasó a nivel anecdótico, sino todo lo que pasó por mi cabeza. Hoy me encuentro con la satisfacción de que el tiempo no pasa en vano y de que veinte minutos no son absolutamente nada comparado con el tiempo y el trabajo que cuesta construir, estar en sintonía, reconocer, explorar los detalles y encontrarte con el extraño descubrimiento de que, verdaderamente, quieres caminar en una dirección, quieres atravesar ese cementerio.


No es sencillo, porque ninguno de los dos lo somos ni pretendemos serlo y es en esa minucia en la que me doy cuenta del salto de ideales que he dado, quizás es eso lo que se supone que es madurar. Qué simple y volátil es tener el tiempo por delante, saberse capaz de hacer, de construir, en algún momento, todo lo que has soñado de ti mismo. El encanto, sin embargo, está probablemente en el tiempo transcurrido, en el efectivamente trabajar y ser. No tengo idea de cuánto vaya a durar, me encuentro ante territorio, para mí, perfectamente desconocido. Creo que, después de todo, le he dado demasiado valor al tiempo. Además, cuando alguien te canta la canción más triste con besitos, sabes que estás donde debes estar…

6 Responses to “Más de veinte minutos.”

Jonathan dijo...

Al menos, no te afectó mucho la Tierra Prometida.

cierto: estar enamorado hace que las cosas se sientan eternas.

En fin, solo descanso unos momentos antes de seguir con unas cosas en el escritorio. Ahí es como si no hubiera tiempo, lo cual está gacho.


Saludos y suerte con el congreso, les va a ir muy bien, se han esforzado mucho, cabrones.


Arre

Maik dijo...

...So we wrapped our arms around each other,
Trying to shove ourselves back together.
We were making love,
making love.

Víctor Miguel dijo...

¿Quieres eternidad? Enciérrate con pol durante tres horas seguidas las tardes de viernes. Eso sí es quedarse en el absoluto vacío, luego entonces, sin tiempo.

Me da gusto que estés con maripositas en el estómago.

PD. A la señora Montero le faltó otro elemento: la muerte.

Ve el lado bonito de la vida, es decir, cuando ya no la hay, ahí la eternidad sí cuenta y es preciosa.

Besos.

rizoma dijo...

Creo que entiendo bien lo que dices, o por lo menos he pasado por algo similar. El tiempo, los planes, los momentos y las pausas.

Hace un año yo leía "La loca de la casa" de Montero y eso me regresò también los animos por escribir, además, estaba hermosamente enamorada de una belleza. Hoy las mariposas se fueron pero el amor por las letras perpetúa.

Disfrútalo.

Ruby dijo...

Hasta para ser ñoño no puedes dejar de ser un intelectual, con citas y toda la onda...

Te quiero mucho hermanito y me da gusto que estes bien y que estes contento.

Besitos (sin surprises)

Víctor Miguel dijo...

¡Escríbelo! ¡No seas rancherote!

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