viernes, 14 de agosto de 2009

Geografía regional, prosopografía personal y Proust probando pervertidas magdalenas.

Estío es una palabra demasiado romántica para hablar del estado del tiempo de los últimos días, de la constante tortura, de las calles sucias atiborradas de moléculas de vapor caliente que se te pegan al cuerpo y se condensan abochornando, atrapando, sofocando, impidiendo el paso. Verano es, sin duda, una demasiado festiva. Lo de hoy es lo yermo, lo infecundo, lo que por más bríos no acaba de florecer, languidece. Es tierra de antiguas civilizaciones mecas que, acaso, por miedo a fenecer estáticos, pegados a la tierra, apabullados, se forjaron un destino bárbaro, de romántico escape, de nunca volver a pisar la misma tierra, nunca respirar el mismo aire caliente. Me he pasado los últimos días tratando de acelerar el paso, de hacerle honor a un paisaje que se apercibe lleno de vida: energía encapsulada detrás de una ventana, pero que al salir se descubre tan potente que asfixia, supera las capacidades biológicas más básicas. Inspirador, tentador y engañoso como el sentirse repentinamente enamorado y lanzarse al vacío para descubrir que la imaginación no te sostiene y que la gravedad no perdona. Once I had a love and it was a gas, / soon turned out to be a pain in the ass.


Qué te ancla a tu tierra, qué te hace pertenecer, qué te hace permanecer allí. Qué te ancla a cualquier-cosa, qué te hace pertenecer, qué te hace permanecer allí. A veces descubro mis facciones en algún reflejo. Las voy desmenuzando y recuerdo esa vieja nota de periódico que cuelga en la sala de mis abuelos, perdida en Guadalupe, el antiguo barrio pobre de Guadalupe, forjándose el seno familiar para cuatro, para cinco personas. La nota, de principios del siglo pasado, ilustra uno de esos sucesos notables de la región que, a la luz de la modernidad, pasan a ser muy poco notables. Se trata de mi bisabuelo que, moderadamente exitoso en sus negocios en la Villa del Carmen—tan exitoso como se podía ser en una región olvidada del país que aún no estaba cerca de una repentina explosión industrial— pasaba a recibir un cargo público. En su fotografía reconozco mis propias facciones, rasgos peregrinos, europeos, grupos de hombres blancos atrapados en una región que ni su propio país recordaba, en donde ninguna sombra protegía la fragilidad de su piel. Quizás ellos, como yo, tampoco sabían cuál era la casualidad ancestral que los había llevado a cruzar el Atlántico. La labor, las acequias, casas chaparras de muros gruesos, sin puertas divisorias para no atrapar el calor, vidas con un sino forjado. O quizás ni siquiera sabían que se encontraban en el rincón más recóndito del mundo. El viejo oeste atrapado en el este. Sin oro, sin gloria.


A veces me fumo un cigarro con mi abuelo paterno, el hijo de ese alcalde interino de principios del s. XX que ahora cuenta las horas para irse a dormir y revivir la satisfacción de salir cada mañana, a las seis en punto, a ejercer el oficio casi incomprensible de ‘mensajero’ para las oficinas de una multinacional a las orillas de la ciudad, donde ya es difícil distinguir el municipio, en una ciudad que es, a la vez, varias. Fumar es quizás lo único que nos separa, en convivencia, del resto. El olor a Raleigh tuvo que ser sustituido, por un imperioso llamado de atención de la salud, por olor a Marlboro blancos, pan de dulce y café con leche sorprendentemente más caliente que la temperatura del ambiente. A veces me doy cuenta que tengo más de mi abuelo que lo que a veces imagino. Mientras fumamos mi mirada se distrae con esa línea que a veces superpone su cuello ‘v’ y que funge como flagrante evidencia de que su piel no es en realidad morena, un tatuaje del tiempo y el trabajo. Me recuerda a cuando me descubro a mi mismo con el desconocido pudor de desnudarme frente a alguien con miedo a que devele los tres colores que dominan mi espalda: Uno casi rojizo, que se extiende por la parte superior hasta mi cuello y me hace príncipe de esta tierra, terra ignota para algunos de esos desnudos espectadores (hombres, por supuesto.) Ese no se puede esconder, es víctima de cada día. El siguiente es el mío, un blanco casi transparente que a veces deja ver incluso mis venas y abarca todo el resto de mi espalda, la parte central. Ese soy todo yo. El tercero y último es moreno y se asoma por encima de una de mis caderas y se abalanza hasta cubrir una parte de mi pierna y otra más de un glúteo. Es una marca de nacimiento que es también una copia fiel, según atestiguan algunos miembros de la familia, de una en la cadera de otro bisabuelo. Era el suegro, precisamente, del abuelo con quien me acompaño a fumar en las reuniones familiares cuando el tedio es ya insufrible.

Hoy fui otra vez a esa conferencia sobre pintura virreinal a la que llevo yendo todo el mes. En el auditorio, el peso del calor de todo el día relajó mis membranas y, a pesar de todos mis intentos de combate, sucumbí en un profundo sueño. De no ser porque estaba acompañado por otras dos personas que atestiguaron lo contrario, sospecharía que en algún momento de la conferencia di un vergonzoso ronquido o, peor aún, que lancé uno de mis famosos insultos oníricos (no por ser de una naturaleza semántica fuera de este mundo, sino por pronunciarse, físicamente, durante estados fuera de la vigilia). De Español y d’India, Mestiza. De Español y Mestiza, Castiza. De Español y Castiza, Español. De Español y Negra, Mulata. De Español y Mulata, Morisca. Más de un siglo de vidas con la sangre y el destino tatuados en la piel, hasta en los registros, y yo ahí con un mundo abierto y una sensación de caída abismal. La caída dio un vuelco al final de la conferencia. Poco podría decir que en algún momento se deja de caer.


Después de un par de cervezas y de una cena que agotó mis capacidades gástricas llegué a mi casa alrededor de la media noche para toparme con mi madre regando el jardín. Me miró con cara de travesura y me dijo algo como: “Tu papá está de viaje, así que puedo ir a comprar la despensa a la hora que sea. ¿Me acompañas?”. Mi mente viajó de inmediato a los años en que con curiosidad infantil revisaba los cajones de mis padres, específicamente a aquel día en que me topé con un cuaderno de notas de mi madre que, al abrirlo en una página al azar, me reveló una de las líneas más tristes que he leído: “Odio hacer el súper. Lo odio más porque tengo que hacerlo sola.” Con las piernas ya cansadas y humor desganado fingí una sonrisa y dije que sí. Algunos no podemos soportar tanta tristeza.

Ya en el súper hice todo lo que pude para amenizar la situación. Traté de ser tan elocuente y tan gracioso como para hacer de la misión de llenar la casa de suministros y pasearse por un Wall-Mart a la media noche un paseo casual. Entre el pasillo de los congelados y el de las pastas y cereales me topé con una epifanía de lo más desagradable o, por lo menos, desencantadora. Me topé con un par de hombres haciendo el súper juntos. Ambos cumplían con las mismas características: estaban en sus veintitantos, tenían una estatura media y aproximadamente el mismo fenotipo. Durante un breve instante dominó una sensación que, como al probar un antiguo sabor u oler un aroma que se escondía en la memoria, era para mí de una nostalgia peculiar. Proust probando pervertidas magdalenas.


Sucedió más de una vez, –con diez o quince centímetros menos de estatura y más o menos diez años menor,– que estando en una situación similar, acompañando a mi mami a tal o cual compromiso, siendo casi un niño y a la vez casi un adolescente –not a girl not yet a woman, como decía Britney Spears en una época que quedó para toda una generación popular atrás el día que decidió bailar semidesnuda, entaconada y con una pitón colgándole del cuello a los ojos de un público tecno-globalizado–. Estando en ese vulnerable estado infantil tenía ya muy buena percepción para descubrir la sexualidad de las parejas de hombres. Era, quizás más, la creciente curiosidad por la sexualidad propia que me encontraba constantemente tratando de rastrear en alguien más. Pero no era solo una necesidad de verse reflejado, era también una actividad de perversión exploratoria. En el descubrimiento de la sexualidad de los otros, encarnados en una pareja de vida sexual oculta, se escondía mi propio placer voyeurista: había descubierto su secreto, ahora lo sabía. Penetrar en la cama ajena desde la oscura mente de un niño. De pronto me encontraba en el mismo escenario. Por un breve instante, en un aliento, dominó esa misma sensación, ese arquear mi ojo y sentir que había penetrado a un territorio infranqueable. Para mi total desilusión, el placer no duró y fue sustituido por el más profundo desencanto. De pronto uno de ellos volteó para ver al otro e hizo un comentario que no me preocupé en escuchar. El otro soltó una risotada y al avanzar su mano acarició casi imperceptiblemente la de su compañero. Yo estaba sufriendo la tristeza de los más genuinos celos.

Justo hace un par de semanas lo estaba discutiendo con un amigo. Él me decía: “Cuando era joven y empecé a establecer relaciones me dedicaba sólo a sufrir. Después de poco aprendí a disfrutarlas.” Inevitablemente descubrí que, en mi caso, a pesar de que poco puedo decir que haya dejado de ser joven, sucedía todo lo contrario. En mis primeras relaciones dominaba una curiosidad animal, un querer romper la ropa del compañero y descubrir su cuerpo, estimular placeres desconocidos, saciar unas ganas de romper con todo lo pío, con todo lo moral, con todo lo mesurado y lo prudente. Ahora es todo distinto. Esas ganas feroces han sido sepultadas por necesidades incomprensibles, por las melancolías cotidianas, por le remembranzas de proyectos fracasados, por música y lugares que ahora tienen un significado y viajan como en oleaje para dejarme atónito, en estado de perturbación, deseando más. Se trata de un vacío que es vacío en todos los sentidos. Un vacío tan vacío que ya no es físico, tan vacío que no está, no se encuentra, no se reconoce a si mismo, no está delimitado por paredes de hueso y carne, no se sabe llenar.

Y si me pregunto qué me ancla a mi tierra, qué me hace pertenecer, qué me hace permanecer allí, quizás es porque no había notado las coincidencias. Tal vez mi vida es también lo yermo, lo infecundo, lo que por más bríos no acaba de florecer y languidece.

-Maribel, ¿para qué llevas cuatro cajas distintitas de barras de fibra?
-Para no aburrirme.
-¿Pues qué no son ya por si mismas todas aburridas?